Ven, hijo mío, ábreme tu corazón; Yo soy tu Madre. Quiero que me cuentes, de una en una, tus penas, tus tristezas, tus agonías; las angustias que padecen los tuyos en las luchas diarias; las penurias que turban la calma del hogar.
Todo lo sé, porque mis ojos maternales escudriñan hasta los últimos repliegues del corazón de los pobres hijos desterrados en este valle de lágrimas, pero quiero que tú mismo me lo digas, sin tardanza, sin recelos; quiero oír de tus labios la historia dolorosa de tu propio corazón.
Yo no sería la Madre de Misericordia, como bien me llamas, si acaso, los miserables no tuvieren derecho a depositar en mis manos sus penas y dolores, a esconderse dentro de mi manto de la tempestad de lágrimas de la vida.
Hay miserias en la tierra, dolores en las almas, angustia en las conciencias; aquí estoy Yo, la Madre del Consuelo y de Clemencia, para ser luz y esperanza en las tinieblas del mundo y en las zozobras del espíritu.
Para que fuesen bienaventurados los que lloran, en el Calvario me constituí, especialmente, Madre de ellos…
Si sufres, si lloras, eres también bienaventurado, porque mi sombra te cobija siempre y mi bendición jamás te faltará.
Hijo mío, si el recuerdo de un ayer culpable turba tu mente y disminuye la confianza en mi inmensa misericordia, mírame; soy tu Madre, nada más que tu Madre, olvida lo pasado y sólo piensa que estás de rodillas delante de tu Único Consuelo y de tu Última Esperanza.
Dulce Madre mía, en verdad que Tú sola eres mi único consuelo y mi última esperanza. Por eso, con la confianza que me inspira tu amoroso corazón de Madre, en estos instantes de íntima confidencia, quiero juntar todas mis necesidades en una sola plegaria y todos mis dolores en un manojo de lágrimas.
¡Qué distantes los días felices de mi infancia en que, blanca el alma y pura la conciencia comencé a amarte Madre mía; llevando a tus plantas las primeras avemarías de la vida y las últimas flores de un mayo… Han pasado los años! Ya no soy un niño, soy un pecador.
Los huracanes de tantos estíos han amontonado polvo en el alma y espinas en el camino. Agobiado de fatiga; vacío de virtudes el corazón; vacías las manos de buenas obras; tardíos los labios para invocarte; tengo miedo ahora de llamarte Madre.
Pero tu misericordia me llama, tu bondad me anima, tus miradas me subyugan y me siento con derecho como miserable que soy, a llamarte Madre, Madre mía.
Y como Madre bondadosa que oye sin cansarse el recuento de las querellas y padecimientos filiales, vengo a decirte, Señora mía, mi Plegaria que brota desde el fondo del alma; vengo a pedirte por los MÍOS, por esos seres cuyo recuerdo es hiedra que vive entre los escombros del corazón.
Te pido por mis padres, mis hermanos, mis amigos. Bien sabes, Madre mía, su nombre y sus necesidades. Hay, sin duda, en el seno de esos hogares penas hondas y secretas; días sin pan y noches sin lumbre… tal vez ausencia o la enfermedad de alguno de los suyos les está matando de angustia…
Crecimos juntos o nos unimos al pie de la cruz, y después esa misma cruz que es la del deber nos ha ido separando del nido santos del hogar o de la amistad. Ten piedad de los amados ausentes que trabajan y luchan lejos de la familia, y tal vez lejos también de tu altar. Ten misericordia de los oprimidos por la enfermedad, apenas les queda fuerza para invocarte; cuídalos y bendícelos con todo tu amor de Madre.
La pobreza, Madre mía, es una bendición de Dios, pero a veces, ¡qué dura, qué amarga!… Para endulzar aquella amargura estás entre nosotros, Tú, la Madre del Primer Pobre que no tuvo una piedra para reclinar la cabeza. Pon en el corazón de los necesitados la dicha de la resignación y sea tu amor su único tesoro.
También te pido, Señora y Madre, por mis muertos, por los que partieron a la eternidad, al oír el inexorable llamamiento del SEÑOR; Sea para ellos la paz de la eterna beatitud, mediante tu poderosa intercesión y tu inmensa misericordia. Mas, al irse han dejado crespones en el alma y una fuente de lágrimas en la familia… Para los que gemimos bajo el peso de la tribulación danos la resignación que levanta y el amor al sufrimiento que redime y salva…
Sé Madre, dos veces Madre, de esos que vienen a tus plantas, vestidos de luto y con los ojos cansados de llorar; llena con tu ternura y especial protección el hondo vacío que la muerte ha dejado en medio de ellos… Ten piedad de los huérfanos, de los que sufren.
De mí no te he hablado todavía; escucha mi última palabra… Bien conoces, Madre mía, las heridas que llevo en mi alma: abandonos, decepciones, ingratitudes, calumnias… A los que amé me pagaron con olvido; los que recibieron beneficios me devolvieron espinas.
No me quejo de los inescrutables designios de la adorable Providencia que hizo de los dolores del destierro crisol de expiación y escala del paraíso…
Por eso, no te pido, Madre, que las cures… déjalas así, sangrantes… bien abiertas. Pero arrima mi corazón deshecho al tuyo inmaculado… despréndelo de todo lo terreno, encadénalo amorosamente al Sagrario… Nada deseo en la vida, ni riqueza, ni glorias, ni placeres; sino, ser tuyo, nada más que tuyo… eternamente tuyo, Madre mía.